
No pocos, comenzando por el presidente Moreno, han puesto el grito en el cielo por la cámara descubierta en el Despacho presidencial. ¿Qué ya tenía allí mucho tiempo, muchos años, como dicen los sabios de AP? Tal vez, pero asoman no pocas dudas, puesto que se trata del despacho privado del Presidente y no habría mucha lógica que él se observe a sí mismo. Por otra parte, las reuniones colectivas que allí se realizan suelen ser abiertamente documentadas. Por lo que no se vería la necesidad de que hubiese una cámara secreta para que el Presidente se chequee a sí mismo.
Algo, pues, no coincide con la lógica de quienes, AP, no se rasgan las vestiduras por este azaroso descubrimiento. A lo mejor ya no tienen nada más que rasgar después de los escándalos que aparecen por doquier. Además, ¿por qué no sospechar la invasión de ese cinismo perverso que suele contaminar a esas huestes políticas cuando se adueñan de los poderes del Estado? Lo patético de este escándalo tiene que ver con la posible apropiación perversa de lo privado del presidente Moreno.
Pero, según sus corifeos, AP no tiene secretos, es translúcido como una crisálida, vive en una suerte de obviedad política que lo libera de toda sospecha. ¿Correa? De tal manera se adueñó del poder que para él no podía haber secreto alguno ni privacidad posible. Se adueñó con la misma intensidad de la verdad y del engaño como de lo público y lo privado. En el reino de su poder no había lugar para lo incierto. Puesto que todo le pertenecía, no es nada descabellado que querría saber lo público y lo privado de su sucesor ahora devenido enemigo.
Si ya de suyo, el poder y la política poseen una cara negramente oscura, no se diga cuando la propuesta política se sostiene en el apoderamiento de todo poder que va de la mano con la necesidad de vigilar al sucesor al que, en la fantasía, debería suceder más temprano que tarde. Pensar en una práctica política correísta translúcida equivale a pensar en círculos cuadrados, así de simple. Su política fue eminentemente oscura, incluso turbia aunque haya pretendido ser límpida: él y ellos, los de las manos limpias y los corazones ardientes. ¿Por qué arden los corazones? Por el amor a los millones, también por el amor al dolor de los otros. Al dinero se lo atrae, a los otros se los persigue y hasta se los asesina.
El mundo que nos rodea nunca es translúcido y la verdad nunca se presenta a nosotros tal como supuestamente es o pensamos que debería ser. No existe la verdad absoluta y, de existir, sería inaccesible. Toda verdad, chica o grande, política o religiosa, personal o social, toda verdad se halla rodeada de misterio y de cierta dosis de engaño. Los dictadores se creen la excepción, por eso se adueñan de todo pensar y de todo decir. Correa persiguió a periodistas igual que a los medios de comunicación. El país entero debía escucharle con sumisión y devoción. Quienes no lo hacían, fueron tratados como herejes e impíos: entonces Savonarola resucitó en él.
Por ende, un poder necesariamente fisgón, intolerante y violentamente impositivo. Porque cuanto más grande y abarcativo es el poder, cuanto más invade el mundo de los otros, cuanto más absoluto, menos transparente y más engañoso. Justamente es ahí, en ese espacio lógico y político en donde nace, crece, se reproduce e invade la corrupción que se ha evidenciado ahora. Lo que se corrompe es la verdad, el lenguaje, la ética. El poder corrompido se esconde en sus propios pliegues para que desaparezcan hasta las briznas de la ética social y se haga la oscuridad. La oscuridad del poder tiene un nombre y se llama corrupción que es polifacética y absolutamente mimética.
Para subsistir, esa clase de poder se lanza a la cacería social con los perros del engaño y de la mentira, es decir, con una corrupción prácticamente omnímoda. ¿Será posible olvidar a las manos limpias y a los corazones ardientes que constituían la razón misma de la existencia de un movimiento político llamado AP convertido en el parapeto de Correa? Ética de cartón incapaz de sostener el honor de la verdad y el honor a la verdad. Con sus abrumadoras sabatinas, pagadas por todos, incluidos los aniquilados por su verborrea, pretendió impedir el develamiento temprano de la corrupción de su gobierno.
Hay cierto grado de impudicia en el discurso de la virginidad política cuando está en todas las lenguas la realidad fehaciente de que en esa clase de poderes no existen manos limpias, una limpieza que contradeciría la esencia misma del correísmo. Esos tiempos no necesitaron de cámaras ocultas para que la sociedad descubra la impudicia de una corrupción cuyos miasmas invaden ahora el país. En la batahola de la impudicia, los seudónimos no sirven para ocultar sino, al revés, para hacer cada vez más repugnante una corrupción de la que Correa, limpio de manos y ardiente de corazón, no tenía ni la más remota idea. ¿Por qué no habrán colocado cámaras en ciertos ministerios, en corporaciones, en empresas estatales, en el IESS?
Los nombres de la corrupción son casi infinitos igual que sus máscaras. En definitiva tampoco importa qué máscaras utilice, podría ser Yachay, la ciudad del conocimiento, que nos ha enseñado de qué manera lo corrupto se convirtió en su suelo, en su planta y en su fruto.
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