
Gabriel Zaid dice que gran parte de los profesionales: médicos, ingenieros, maestros, investigadores, son incapaces de captar la totalidad del sentido de textos mayores que un párrafo. Son, pues, “analfabetos funcionales del libro”. Como no saben leer, tampoco saben escribir.
El problema es especialmente grave cuando las personas que no saben leer ni escribir se dedican a la enseñanza en escuelas o universidades.
En nuestro país, en el sector de la educación superior, se ha venido imponiendo la idea de meritocracia, asociada a la posesión de títulos de maestría y doctorado. La idea, en principio, es plausible: un profesor universitario debe ser un especialista. Pero sin una base humanística, sin un fondo universalista, ese profesor será incapaz de ver las implicaciones de su quehacer y su disciplina en los ámbitos de la economía, la política, la cultura. Será, en consecuencia, un simple técnico, fácilmente sustituible por un manual de instrucciones.
En la actualidad, prácticamente todos los profesores universitarios tienen una o varias maestrías, y algunos de ellos —cada vez más—, un título de doctor. Sin embargo, muchos de los titulados hacen gala de un pensamiento mal estructurado, que se expresa en textos informes: faltos de cohesión y coherencia. Y hacen gala, también, de una profunda insensibilidad idiomática.
Pese a la ayuda de los correctores de las computadoras, las faltas ortográficas no faltan en sus escritos, y sobran los errores de sintaxis. Ellos no los notan. Y el ruido que producen los textos de esta naturaleza les pasa inadvertido. El lector, en cambio, pierde el aliento leyendo frases —repletas de oraciones subordinadas— que alcanzan la extensión de un párrafo de veinte líneas, y se aturde con la cacofonía que genera un texto construido a martillazos.
La escritura a martillazos produce sordos. Y a una población de sordos hay que hablarle a gritos. Esto lo saben los políticos. La insensibilidad lingüística es un factor clave en el auge de la charlatanería y la bravuconería en la política. A ella se debe, entre otras cosas, la aceptación mayoritaria que, en nuestro país, han tenido figuras como las de Abdalá Bucaram, Jaime Nebot o Rafael Correa.
Si no sabemos leer y nos entendemos a los gritos, no es extraño que elijamos a los gritones para que nos gobiernen. Acostumbrados, gracias a las enseñanzas y al ejemplo de nuestros profesores, a vivir en la confusión sintáctica y semántica y en la bulla, nos parece normal que un político nos aturda con un discurso lleno de tonterías altisonantes. No nos interesa el sentido, sino el ruido, y solemos favorecer con nuestro voto al que más grita. A ese que logra imponer su voz, su chillido, en la cacofonía reinante.
Como hay políticos charlatanes, hay profesores charlatanes. Tampoco saben leer ni escribir, pero, arribistas como son, presentan su confusión mental y sus textos ilegibles como muestras de sabiduría.¿Nadie entiende lo que dicen? Perfecto. Pueden, entonces, posar de inteligentes y calificar de tontos a quienes son incapaces de entender lo que, de suyo, es inentendible. El fraude intelectual es semejante al fraude político: una forma de sacar partido de la confusión y el ruido.
La escritura a martillazos produce sordos. Y a una población de sordos hay que hablarle a gritos. Esto lo saben los políticos. La insensibilidad lingüística es un factor clave en el auge de la charlatanería y la bravuconería en la política.
Aparte del palanqueo, que no ha desaparecido de la universidad, son los méritos: títulos, publicaciones, experiencia docente, los que deciden la contratación de un profesor. Los docentes que no saben leer ni escribir han ingresado en la academia de este modo.
Quizá no los tendríamos ahora deformando a los jóvenes, si, antes de contratarlos, y puestos de lado los “méritos”, se les hubiera pedido redactar un ensayo, en un plazo de dos horas, con la advertencia de que quien cometiera más de una falta ortográfica o de un error de conjugación sería automáticamente descalificado.
De haber seguido ese método de selección, basado en el saber hacer y no en los certificados del conocimiento, hoy tendríamos una mejor universidad y políticos mejores. La mayoría de ellos, hay que tenerlo presente, son universitarios.
Duele, por los destrozos que causa en la sintaxis, la lógica y el oído, leer esto: el movimiento indígena, “desde su repotenciación como actor social y político hasta el triunfo de haberse bajado un decreto, que no es solo un decreto, sino una herida brutal al Fondo Monetario Internacional (FMI); o cómo en estas jornadas desbordaron a los incipientes o sobrevivientes sectores urbanos, y motivaron un momento de reagrupación y encuentro entre las organizaciones locales”.
Ahí acaba la oración, que, se supone, debe ser una “palabra o conjunto de palabras con que se expresa un sentido gramatical completo”.
Este “no texto”, escrito por un profesor universitario ecuatoriano, nada tiene que envidiarle a la respuesta que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de los Estados Unidos, en el gobierno de George W. Bush, dio, en el Departamento de Estado, cuando le preguntaron sobre la invasión norteamericana a Irak: “Sabemos que hay hechos conocidos. Hay cosas que sabemos que sabemos.
También sabemos que hay hechos conocidos que desconocemos. Es decir, sabemos que hay ciertas cosas que no sabemos. Pero hay hechos desconocidos que no conocemos, que son los que no sabemos que sabemos" (Diario El País, 9 de noviembre de 2006).
Si al leer los párrafos anteriores, alguien pensó en Mario Moreno, Cantinflas, se debe a que este tipo de lenguaje solo puede aceptarse cuando es parte de una comedia, es decir, cuando su objetivo es provocar risa; pero ni la política ni la educación tienen este objetivo. Así que, señores rectores, autoridades todas de las universidades ecuatorianas, les pido, por favor, que respondan las siguientes preguntas: ¿Están conscientes de lo que ocurre en las instituciones que dirigen? ¿Van a hacer algo para remediarlo?
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